domingo, 18 de abril de 2010

El estadio

Bajar a la cancha de CU no fue tan romántico como lo llegué a imaginar. Tal vez tuvo que ver con mi sueño de la noche anterior, en el que yo batallaba por ser el tercer portero de la selección mexicana. Con expectativas así de grandes, cualquier cosa que hiciera despierto palidecería.

Para empezar, no entré como esperaba entrar. Me abrieron una rejilla detrás de la portería norte, casi sentí que me escabullía. Pisé el tartán de la pista, y casi me caigo. La humedad creó unos baches en ciertas áreas, y vados con agua en otras. Se asemeja un poco a la carrera campo traviesa de las olimpiadas que hace 42 años acontecieron en ese mismo lugar.

De cerca las porterías son más pequeñas. Imaginas inmediatamente cómo es que Bernal no puede cubrir los postes tan ágilmente, o cómo deja pasar algunos tiros. Supongo que con la adrenalina del partido, más una docena de jugadores obstruyéndote la vista, ha de ser distinto.

Caminé hacia la mitad del campo, por fuera. Pregunté que si podía tocar el pasto. Me dijeron que sí, pero que lo hiciera rápido, porque los de seguridad enloquecen a la menor provocación. Reflejo del país, supongo.

Me senté en la banca de local, en el asiento que minutos después ocuparía el Tuca. Lo único que puedo decir es que estaba cómodo.

Después apareció Goyo, la mascota del equipo. Entre otras cosas, descubrí que se llama Leo -irónicamente-. No sé si Leopoldo, Leobardo o Leonardo, pero sí Leo. Se tomó fotos con un grupo de niños, y después pasé yo. Fue instantáneo: tan rápido como le di el abrazo para la cámara se me pasó el hecho de que estaba pisando la cancha del estadio que visito casi cada quince días con tanto fervor.

Para culminar el viaje exprés al nivel de cancha, sucedieron tres cosas que sí recordaré por mucho tiempo: la primera fue ver salir al equipo. Detrás de las edecanes y los pompones vi cómo uno a uno hasta completar los once salieron los Pumas. Como de película. Todos corriendo, con la mirada al frente. Mentalizados, tal vez. Ninguno volteó.

Luego salieron los suplentes, junto con el Tuca. Instintivamente le tomé una fotografía, sin su consentimiento. Caí en cuenta de lo que hice tan sólo momentos después. Le di las gracias, y no sé por qué, medio sonrió. Extraño.

En la banca estaba Palencia, quien a la postre sería el héroe del partido. Igual que en el caso del Tuca, actué de forma impulsiva, sólo para patearme posteriormente. Con Palencia simplemente dije “¡Buena suerte, Gatillero!” y seguí caminando. Como si estuviéramos en un elevador, a tono casi de “compermiso”, Palencia respondió “gracias”. No lo culpo.

Siguió la entonación del himno universitario. Me pude detener en el tartán y alzar el puño izquierdo como mi papá siempre insistió. Aunque no me estuviera mirando en ese preciso instante, sentí que tenía que honrarlo. Luego grité la Goya y le puse cuernitos de metal al público. Antes de salir por donde entramos, hice lo que siempre quise: me agaché, toqué el pasto, y me persigné. Nada más por saber qué se sentía, sólo por un segundo, ser futbolista. Sin implicaciones religiosas. Sólo mímica.

Y esa fue mi visita a la cancha de CU. Todo fue muy rápido, y no lo disfruté tal y como creí que lo haría o debería haberlo hecho. Yo buscaba trascendencia épica, cuando simplemente estuve a ras de suelo en los minutos previos a un Pumas-Morelia.

Quiero creer que la iluminación espiritual o realización no apareció porque en ese momento comprendí que la tribuna es distinta a la cancha, y que no necesariamente se encuentran conectadas. Quiero creer que al ser aficionado eso es lo que me importa, ver, pero no participar. O quizá, simplemente, es más bonito idealizar.

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